viernes, 3 de agosto de 2012

No hemos hablado de su famosa receta de salmón al jengibre aderezado con miel y otros afrutados condimentos. Ni tampoco de la sutil fragancia del arroz teñido de azafrán, “oro rojo”, karkom, Crocus sativus y otros nombres que se le dan a los estigmas colorantes y saborizantes de una cara, curiosa y elusiva flor que se cosecha a mano, día y noche sin parar, únicamente durante dos semanas al año… Esos exquisitos aromas medievales decantados de recuerdos - ¿o es al revés? – me remontan a la buhardilla que compartimos un invierno de esos maravillosos y cristalizados, fríos y delectables para abrazarse, sabiamente combinados con largas caminatas por un campo recién granizado, madrugadas de fuego y tardes de experimentación de las más variadas recetas de cocina. Pocas prácticas existen más voluptuosas, epicúreas, lúbricas y picantemente sicalípticas que la preparación conjunta y cuidadosa de un manjar que se elabora, se degusta y se comparte entre caricias, toques, susurros al oído y jugosos besos robados. El brebaje que él preparó una tarde especialmente brumosa y húmeda, disponiendo sobre la mesa los ingredientes para su decocción, procedía de una receta casi alquímica y prometía ser un antídoto inmejorable, indicado y oportuno para contrarrestar el frío, en combinación, desde luego, con la fragancia y tornasolado del dije de ambarluna: “Viértase – asentaba el procedimiento - una botella de vino tinto con cuerpo y carácter en un cazo de cobre o hierro; sin dejar que hierva, añádase una taza de licor de Madeira, de preferencia el destilado doméstico a base de cerezas Ginja; cinco semillas de cardamomo que, como se sabe, estimula el apetito, tiene efectos cordiales y se combina deliciosamente con el alcaloide ambarlunar; dos clavos enteros y una raja de canela, sin los cuales no puede hablarse de un vino especiado; dos gajos de naranja de China con cáscara; y media taza de miel de flores de cafeto, tributo de la tierra ancestral y componente edulcorante indispensable”… Mientras degustábamos esta versión vaporosa de la tradición báquica, abrí mi favorito entre los libros de su colección gastronómica: un tomo de recetas de diversa índole donde aparece el ambarluna como elemento complementario y catalizador. En sus magníficas ilustraciones, el “Crisol y Gran Arte de la Cocción y la Degustación” mostraba fórmulas aromáticas y cosméticas de ungüentos, perfumes y linimentos, procedimientos preventivos y curativos de ciertos padecimientos, confecciones culinarias dulces y saladas, bebidas y otras delicadezas, sin faltar los elíxires potenciadores y afrodisíacos. Al parecer, según dejaban constancia en el prólogo sus autores, el propio Don Quijote, al hablarle a Sancho acerca del bálsamo mágico de Fierabras, que sólo una gota ahorra tiempo y medicinas, y “con el qual no hay que tener temor a la muerte, ni hay que pensar morir de ferida alguna”, mencionó la posibilidad de añadir ambarluna al aceite, romero y vinagre que lo componían (o al menos así lo asienta la versión de Cid Hamed Ben Engeli, encontrada por Cervantes en Toledo). También llamó mi atención un curioso filtro a base de esencia ambarlunar y floripondio (él sonríe como mecido por un recuerdo mientras me explica las propiedades alucinógenas de esa planta de flores cupulares blancas y rosas, tan propia de las cañadas y estribaciones primaverales de Arabrab, en la tierra caliente de Upolia, al sur de la Ciudad de México). Sin embargo, dados mis gustos, mi receta predilecta resulta ser “la más barroca de las bebidas”, es decir, el famoso chocolate de jazmín del Gran Duque de Toscana, que pide granos de cacao tostados, limpios y trozados, flores frescas de jazmín, vainas enteras de vainilla, ramas de canela pura y nada menos que “dos escrúpulos” de ambarluna o, en su defecto, de ámbar gris… Una vez dispuestos en capas y macerados todos los ingredientes durante 24 horas, la receta habla de molerlos en un metate entibiado pero no demasiado caliente, a riesgo de perderse el aroma floral. El inventor de esta exótica poción, Franceso Redi, médico y boticario del Gran Duque, advertía que el almizcle era demasiado fuerte para combinarse con aromas tan sutiles como el jazmín, por lo que era preferible adicionar ambarluna o ámbar gris para darle sabor, y aclaraba que en todo caso no debía intentarse con agua de jazmín, la cual no se mezclaba con el cacao por obvias razones. Aquello sucedía en 1680, pero en nuestra buhardilla, entre el vino cálido y especiado, los efluvios del ambarluna y el sabor, no de un bebedizo ajazminado, sino tan real como el de un trozo de chocolate que él me puso en los labios, el frío huyó aun de nuestra desnudez. [CrónicasAmbarluna13] (03ago12)

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