viernes, 31 de agosto de 2012

Aquel viernes después de la cena, imaginando lo que sería el más delicioso de los postres, quería dejarme llevar por su voz, esa cadencia intensa que desgrana las palabras, que suena como escribe, que desenreda al mundo a la par que se descifra y expone, un lenguaje en el que lo críptico y definitivo se convierten en lo posible y acaso en lo prohibido. Él, sin embargo, me preguntó qué pensaba, mientras una de sus manos me rozaba como al descuido, sin soltarme ni romper el cordón invisible de nuestros sentidos enlazados. También como al descuido, sentí la humedad del dije de ambarluna dejándome una impronta en la piel, sus emanaciones alcaloides surtiendo el deseado estímulo en el recinto preciso de mi vientre desde el cual irradiaba el calor en todas direcciones. Me encontré pensando en mi propia historia, la que tiene que ver con él, y así se lo dije. Rememoré, entonces, cómo y dónde nos conocimos, porque así estaba decidido sin que lo supiéramos, evocando aquella extraña ciudad de la que ambos éramos visitantes asiduos, si bien siempre temporales, meros pasajeros en tránsito, turistas de lo efímero y fugaz, condición que, cuando al fin nos encontramos, se transformó. Ahora somos peces en sus aguas, sabemos de sus escalinatas disimuladas y sus plazoletas ocultas, de las fachadas de piedra y el enrejado de sus ventanas, la intuimos mejor de lo que creemos adivinarnos a nosotros mismos, la adivinamos mejor de lo que soñamos entendernos el uno al otro. No abundan las ciudades amuralladas, y las que conservan más o menos intactos sus baluartes defensivos y torres almenadas, sus fosos y puentes levadizos, sus secretas poternas y traveses, sus barbacanas medievales y trincheras fortificadas, son como ensueños lejanos, ancladas como están en generaciones y sucesos pretéritos, un conteo de vidas que hacen eco con cada uno de nuestros pasos sobre las calles empedradas. Son lugares prodigiosos, coros de voces remotas y susurros inaccesibles. Y antes de conocernos, él y yo transitábamos involuntarios en medio de esa anacronía, de esa extemporaneidad. No nos topamos de frente, no. Yo lo vi a él, estaba de espaldas, y mi primer pensamiento fue “por esa espalda quiero trepar”, sorprendiéndome la ferocidad de tal deseo, lo súbito del arrebato, lo inesperado del ardor. Esa noche no dormí. Luego se presentaron otras oportunidades de observarlo de lejos, de aprenderme el ritmo de sus pasos, de reconocer la huella de su olor. Confieso que durante un tiempo no hice nada y confieso también que después lo hice todo. Bien discernimos cómo somos las mujeres y cómo siempre damos el paso inicial, aunque afirmemos no estar conscientes de ello. Sabemos perfectamente qué pisadas estamos dando en el recorrido de nuestra seducción. Sin embargo, ¿quién sedujo primero a quién? Eso siempre resultará un misterio. Decidí abordarlo en uno de los parapetos de la atalaya, puesto que estaba solo, la mirada perdida en la lejanía, el semblante caviloso. Me acerqué, le sonreí y le ofrecí un higo, de esos madurados al sol mediterráneo, de piel oscura y violácea, de carne púrpura suave y dulce. Supe, por su expresión, que lo sorprendí, que provoqué su curiosidad y valientemente aceptó el reto. Se trataba, por supuesto, de una prueba. Mientras yo pretendía degustar uno de aquellos frutos, no le perdía de vista, pues hay muchas formas de comerse un higo. Para algunos, esta curiosa fruta resulta desconcertante: ¿se pela? ¿son comestibles sus semillas? Otros, irremediablemente perdidos en los retorcidos sumideros del puritanismo y los convencionalismos sociales, pretenden utilizar cuchillo y tenedor para no tocarlo ni mancharse las manos de su miel. Engullirlo de un solo bocado también descalifica al sujeto de por vida. No obstante, él lo abrió con los dedos despacio, aspiró la fragancia de su pulpa, lo acercó a sus labios y, mordiendo suavemente primero una roja mitad y luego la otra, paladeó su sabor y se lo comió completo, piel, semillas, todo. Cuando aquella madrugada lo dejé entre sueños y sábanas revueltas, la claridad se adivinaba tras las almenas del baluarte y ambos sabíamos que el karma atemporal de nuestra cita había comenzado… Una caricia en el muslo, una sonrisa iluminada por el destello del tornasol ambarlunar, me trajeron de regreso al viernes de nuestra cena. Antes de dejarme ir desde el contorno de sus brazos al torrente del deseo, le dediqué un último pensamiento a la noche del día que nos conocimos y me sentí eufórica. ¿Puede el amor convertirse en un fuego que no quema? ¿Acaso había aprendido a caminar mágicamente sobre carbones encendidos?… [CrónicasAmbarluna17] (31ago12)

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