viernes, 29 de junio de 2012

¿Por qué preferimos las mujeres a Casanova y despreciamos a Don Juan? No porque el primero sea un atractivo personaje que en efecto existió y el segundo un célebre producto del teatro del Siglo de Oro español convertido en arquetipo. No. O no sólo por eso. El donjuanismo parece tener por objeto de sus afanes la seducción acumulativa, una simple contabilidad desprovista de erotismo. Cuantas más mujeres caigan en las redes, cama y fauces de Don Juan, mejor; de eso se trata, de seducir en tanto obtiene lo que desea, para luego descartarlo una vez cumplido el objetivo. Sobra decir que a las mujeres los Don Juanes nos producen una serie de emociones que se sintetizan en dos: ira y hastío, experimentadas indistinta o simultáneamente y con consecuencias despiadadas e indefectibles. Quien haya jugado con la incontenible fuerza de la naturaleza que es el despecho de una mujer, sabe de lo que hablo… No, a las mujeres no nos agrada Don Juan, porque queremos ser - y somos - únicas, y porque nos hechiza y enamora la sensualidad. Y así como el Tenorio aviva un irrevocable rechazo, nos sentimos en cambio plenamente atraídas por ese otro Giacomo de apellido Casanova, por su fino e ingenioso sentido del humor, sus apreciaciones sabias y elegantemente cínicas de los seres humanos y sus flaquezas. Un manjar, sus “Memorias”; pero sobre todo, una delicia su seducción, ya que Casanova no conquistaba sino que galantemente se sometía… Su erotismo daba rienda suelta a esa faceta del alma femenina capaz de tomar un papel activo, diligente, vital y radiante en el banquete de los complementos físicos y mentales. Porque el erotismo no es nada más hacer del sexo algo sexy, sino volverlo sensual y, todavía más: comprender a fondo la categórica verdad que aquel vidente andrógino de Tebas, Tiresias, reveló - en su hora más difícil y dolorosa, antes de ser condenado permanentemente a la ceguera - a los caprichosos dioses, inclementes y apostadores: que las mujeres somos capaces de recibir nueve veces más placer del acto de amar que los hombres. Tal es la fuente del erotismo. Requiere de parte de ellos fértil imaginación creativa, paciencia y control admirables, gozar la tentación y no querer beberse de un trago la ambrosía, prolongando lo más posible el inevitable momento en que ambos perecerán por el fuego. Solicita de ellas no sólo soltura y entusiasmo para enseñar, aprender, desarrollar, inventar y proponer, sino también disposición para recibir con agrado y sin trabas las ofrendas delectables y gozosas puestas a sus pies y devolverlas multiplicadas… y desde luego la conciencia del poder que las mujeres ejercemos en la sensualidad y su sabia regencia. El erotismo tiene que ver con cuestiones geográficas, con la retórica y la magia, y también con la relatividad del tiempo, tal y como lo he aprendido del maestro de mis madrugadas y dueño de mis viernes (y de otros días de la semana). Él me enseñó que el erotismo consiste en descubrir antiguos territorios que una y otra vez se vuelven nuevos e inexplorados; recorrerlos con intuición, mirada fresca y cuidado; describirlos con el lenguaje de la imaginación, el juego y la concreción, sin reserva de términos ni parquedad de vocablos; develar con inesperados sortilegios y una sonrisa sus secretos; y hacer todo ello con asiduidad, dedicación, esmero, perseverancia y sin prisa. Y ciertamente se valen las ayudas externas, infinitas en su multiplicidad y variedad, y que, en mi caso provienen sobre todo del dije de ambarluna, que desde nuestros primeros encuentros él colocó para siempre alrededor de mi cuello y, por ende, en el cerco de mi alma y en el paisaje de mi piel… [CrónicasAmbarluna8]

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