viernes, 1 de junio de 2012

Cuando entro a su casa y él cierra la puerta, el ruido del mundo se desvanece. No me refiero a sonidos cotidianos y citadinos, que no los hay en estos parajes, sino al estruendo que traía arrastrando conmigo y que se ha quedado afuera descartado. Su casa es un espacio inusual y contrastante, convencional para un hombre que vive solo la mayor parte del tiempo y, a la vez, de simplicidad casi monástica; una alternancia de paredes en blanco y de libros, periódicos, revistas, música, fotos y otros instrumentos de trabajo en anárquico desparpajo. Me gusta la terraza que da al río y es el primer lugar a donde me dirijo. Los perros se levantan con cierta parsimonia que no oculta su alegría y vienen a mi encuentro; su saludo es un tráfico olfativo, una nariz húmeda; el mío acaricia su melena y ellos lo aprueban. En la terraza nocturna, el horizonte es un lejano collar de luces recién lavadas por un chubasco apresurado. Hasta mí llega el olor de la tierra humedecida por una química subterránea de lluvia y microorganismos, cuya fórmula secreta él me reveló, intensificando en mí los efectos de esa fragancia embriagante de los sentidos que la mayoría de los seres humanos encontramos tan irresistible. El aire huele a río, a humedad de geosmina, al aroma del vino tinto que bebo despacio… Me acerco al barandal y escucho el murmullo de la corriente, los primeros grillos del anochecer, un ladrido lejano. Luego llega a mí la música que él pone en la sala y percibo sus pasos aproximándose. Por supuesto, no volteo. Adivino su presencia en mi espalda, la tibieza de su aliento en mi cuello. El dije de ambarluna pulsa con el sortilegio del momento y la firme presión de sus manos en mi cintura… [Crónicas Ambarluna 4]

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