viernes, 8 de junio de 2012

Las primeras referencias propiamente históricas al ambarluna se deben a Heródoto – nadie como él para registrar con rigor científico y sano escepticismo los portentos encontrados en latitudes desconocidas y grupos humanos inverosímiles. Heródoto, decíamos, afirmaba haber visto el ambarluna con sus propios ojos cuando, insistiendo en sus pesquisas acerca de las fuentes del Nilo, cruzó sin saberlo la línea ecuatorial tras semanas de navegación desde Elefantina, más allá del reino de los automolos y los etíopes, de las guaridas de los extraños cinocéfalos y de los lugares sin pasado ni futuro de los lotófagos, pintoresco pueblo que se alimentaba únicamente de flores de loto, alimento que, tal y como narran los mitólogos en sus crónicas, “provocaba una inmediata e irremisible pérdida de la memoria, sumiendo al sujeto en un estado de olvido profundo y perpetuo...” Aparece también el ambarluna en la descripción que hace Heródoto de las bacanales en honor a Júpiter Caricarnero, repetidas luego en las orgías o misterios de los Cabiros, y donde la sacerdotisa Kydippe recitaba ditirambos a sus efectos embriagadores… Claro que en sus extensos viajes, Heródoto nunca visitó el corazón del continente austral, aquellas regiones que permanecieron por siglos inexploradas por los europeos, salvo por el periplo de un pariente y contemporáneo de Cayo Julio César. A éste, gran viajero también, de mente ilustrada e inclinaciones literarias, por mencionar dos aspectos un tanto olvidados de su famosísima vida de guerrero y estadista, todo mundo lo conoce. En cambio, el patricio romano Tiberio Julio Carbo, una de las ovejas negras de aquella gens descendiente nada menos que de Venus, sigue siendo un ilustre desconocido a pesar de haber recorrido el creciente imperio y sus límites boreales, llegando incluso a la roja isla Cantahar, más allá de la cual no había, en aquel entonces, retorno posible. Carbo refiere en su diario de viaje una singular anécdota: habiendo remontado las cataratas Kincandior, es decir, de la clemencia, la justicia y el valor en la lengua cantahafar, se topó con una verdadera selva de árboles de resina ambarlunar rodeando la ciudad amurallada de Fionavar, a la cual sólo se accedía con la asistencia de la damana, sacerdotisa de la diosa Avarlith. Después de muchas vueltas tratando de encontrar infructuosamente una entrada en las pétreas murallas citadinas, Carbo se echó a descansar bajo una de aquellas coníferas ambarlunares, y hubiera muerto intoxicado por la potencia de las emanaciones resinosas de su tronco de no ser por la damana en persona, quien lo halló a tiempo e hizo que sus acólitos lo trasladaran a sus aposentos. De lo que luego sucedió allí, Carbo no da muchos detalles, pero sí nos deja en claro que se quedó nueve veces nueve días y sus correspondientes lunas en amoroso entendimiento y sensual cohabitación con la damana, y que de ella aprendió no sólo a cosechar la resina de ambarluna, sino a destilar preciosas gotas de su quintaesencia. Carbo confesaba haberse vuelto irremediablemente adicto a ella, pero tal y como está redactado su texto, no hay manera de saber si se refería a la vertiginosa alacridad del ambarluna, a los dones y encantos de la deleitable sacerdotisa, o a ambas… [CrónicasAmbarluna5]

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