Aquel viernes en que llegué a su casa puntualmente, hablamos de lo que pensé sería una confesión, un secreto, una revelación o sencillamente un relato de los que le gusta entretejer entre sorbo y sorbo de vino, o debería decir entre mirada, sorbo de vino y caricia; o como suele suceder, entre broma ingeniosa, picardía sutil, mirada, sorbo y caricia. No es casual que la risa y el donaire formen parte esencial del erotismo, y él se encarga de hacerme reír y sonreír sacando con ello lo mejor que hay en mí, tanto mi alegría, como mi plácida y placentera rendición. Pero no se trataba de un secreto ni de un relato, sino de una petición, una proposición: un encuentro en mi propio territorio.

El plan cuajó en un fin de
semana otoñal. La noche de viernes en que él llegó ya tarde a mi casa, la noche
de un día difícil, descuella en mi memoria, en el repertorio de encuentros
amorosos que son algunas piezas – muchas, pero no todas – del rompecabezas que
arma nuestra relación. Si yo escribiera nuestra historia, probablemente comenzaría en ese
momento, con su silueta en el marco de la puerta y la sonrisa en mis labios, su
proximidad y el tremor de mi piel, el dije de ambarluna pulsando y emitiendo su
aroma tentador.
“Yo
soy como él. Sólo que todavía no lo sabe…”, pensé, recomponiendo la frase de
Anaïs Nin. Él responde al llamado de mi ser que encuentra en él su contraparte.
Me doy cuenta de que le esperé siempre sin realmente suponer encontrarlo. No
creí que existiera y es real, tan real como mi sangre y sus latidos. No hay
nada imaginario ni ficticio en sus caricias de madrugada ni en el susurro que
me despierta para encontrarlo a mi lado y en mí. Sé que mi docilidad es genuina
y que complazco sus deseos porque los siento nuestros y su placer es el mío. Sé
que con él puedo ser quien soy, la que comparte su cama y sus besos sin tener
que fingir ni dejar pasar, ni lamentar ni temer. Sé que puedo pedir y me será
concedido.
[CrónicasAmbarluna40]
(15feb13)
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