viernes, 5 de octubre de 2012

Llovió durante toda la noche y aún ahora, de madrugada, el bramar de la tormenta acompaña nuestro ensueño. Acunada en tus brazos, vibro al destello intermitente del relámpago y su estruendo, juguetes favoritos de Yansá Santa Bárbara, la orixá de mi devoción, que en su furia gozosa desata el combate celeste de las nubes, mientras susurro el saludo de su predilección: ¡Eparrei! ¡Eparrei, Yansa! De su mano y en vuelta en tu piel, recorro el camino de regreso a mi niñez, a aquella Cuernavaca de tormentas nocturnas cuando mi padre tranquilizaba el terror haciéndome contar los segundos entre el rayo y el trueno, calculando la cercanía o el alejamiento del vendaval. Así aprendí a entregarme al clamor de la lluvia, a la batiente nebulosa, al arrebato del mar.
Toda la noche, saliendo y entrando del sueño, entro y salgo de tus manos; me sueltas, me atraes de nuevo hacia ti, tus caricias marcan el ritmo del estrépito celeste que se aleja y regresa con energía renovada. Me tomas, me liberas, me revuelcas, me descansas. Son tuyos el sobresalto de mi sangre, el batir de mi pulso, la humedad de mis muslos. Amanece y la tormenta está exactamente sobre nosotros, ya no hay conteo entre el rayo y el trueno, son uno solo y somos uno solo, ya no hay más que ascenso al descenso en el vórtice de nuestro deseo. Te dejo de nuevo dormido, bajo a la terraza y salgo al último fragor de la batalla que se aleja poco a poco y deja una lluvia pertinaz que es sólo tregua, el verdor resplandeciente del jardín, el aroma que llega del mar, los sonidos del manglar. Completud. Si acaso no existe tal palabra, en este momento la inauguro, le doy vida y la incluyo en el vocabulario del amor. [CrónicasAmbarluna22] (5oct12)

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