Ni en mis más impetuosos y creativos sueños de opio, cuando discurro
navegando por las complejas entretelas de la imaginación con la potencia máxima
y completa de mi cortex cerebral, asiento indiscutible de la percepción, la
imaginación, el pensamiento, el juicio y la decisión, con todo y sus diez mil
millones de neuronas y sus cincuenta trillones de sinapsis, había yo podido
visualizar la brillante solución que se me acaba de ocurrir al enigma que
presenta la octava conclusión a la primera premisa del último capítulo de la
tesis… ¡wow!
domingo, 25 de agosto de 2013
jueves, 22 de agosto de 2013
ANOCHECER
Hay anocheceres así, de tonalidad
ambarlunar, de una languidez corrosiva que se alarga como las sombras en la
lentitud de un tiempo que transcurre gota a gota, estrella a estrella, invisibles
y adivinadas por encima de la capa de
neblina urbana y del aire calcinado de concreto, hierro y cristal. Me dejo ir en
el final del día y el comienzo de la noche, inmersa en el sabor de las caricias
que nos dimos, en la despedida temporal que nos concedimos. Mis pensamientos te
siguen, adivinan tus pasos, te acompañan de regreso a tu camino. Mi cuerpo sabe
dónde quedaron prendidas tu piel y tu mirada. Advierto la huella persistente de
tu aroma en las sábanas revueltas de nuestro lecho. Te acabas de ir y mi
corazón ya te extraña…
[CrónicasAmbarluna55] (22ago13)
miércoles, 14 de agosto de 2013
ÁTROPOS
La bella Átropos a veces prefería que la llamaran por su otro nombre, Aisa, más suave y pronunciable, menos temible y desconcertante. Todo dependía de su estado de ánimo; he ahí el riesgo. Era difícil saber de qué humor despertaría cada mañana, si había tenido un descanso reparador, si sus sueños habían sido apacibles, o bien, si no había pegado el ojo en toda la noche y no había tenido más que pesadillas. Pocos, en realidad, se atrevían a llamarla Aisa. Pocos se atrevían a llamarla. Punto. Sus dos hermanas menores así la invocaban cuando deseaban congraciarse con ella y pedirle temerosas algún privilegio, alguna prenda. El resto del tiempo, y en especial cuando realizaba sus labores, Átropos era Átropos, la inexorable, la inevitable, la inapelable.
Las tres hermanas - Átropos, Cloto y Láquesis - eran conocidas en aquella ciudad como Las Moiras, y eran costureras. Cloto sobresalía con el hilo y la aguja, en especial como hilandera, mientras que Láquesis era acertadísima al tomar las medidas. Pero el verdadero arte en la especialidad creativa de Las Moiras provenía de Átropos y su maestría en el uso de las tijeras. Sus “execrables tijeras” decían a sus espaldas las malas lenguas. De hecho, a sus espaldas, nunca jamás frente a ella, se decían muchas cosas. Secretamente la apodaban Morta, nombre que ella aborrecía al punto de entrar en un frenesí imparable con las tijeras, cortando a diestra y siniestra si llegaba a escucharlo, y ay de quien se cruzara por su camino en esos momentos. Otro de sus mudos apodos era Parca, que a ella le sonaba a puerca, sacándola también de sus casillas, pues si algo tenía Átropos era una obsesión rayana en la compulsión por la pulcritud.
Se decía que era una especie de bruja, y aunque ella jamás se habría descrito así, es verdad que tenía gustos un tanto insólitos. Por ejemplo, gustaba de cultivar plantas. Ciertas plantas. Más bien una sola planta: la solanácea de nombre Belladona, con sus frutitos de color negro cuajados de atropina, tan sedantes sus propiedades que, en manos inexpertas, eran en extremo peligrosos. Una sola noche al año (la noche del 30 de abril en nuestro calendario), Átropos hacía salir al espíritu de la Belladona, marchitando todas sus pequeñas flores violáceas y llenando el ambiente de un aroma agridulce que la gente, extrañada, tenía mucha dificultad de calificar de deleitable o de vomitivo, tan extremas eran las reacciones que provocaba. También tenía una mascota de nombre Manos de Piedra, que la acompañaba por doquier colgada de su cuello. No le importaba que se tratara de una serpiente venenosa ni que, con ella, sembrara el pánico a su alrededor. A Átropos, sobra decirlo, no le concernía el pánico de la gente.
El padre de Las Moiras era en extremo poderoso, mujeriego y jugador, habituado a cumplir sus caprichos y hacer gala de un carácter atronador, capaz de electrocutar con un movimiento de sus brazos a quien se le pusiera enfrente. No obstante, una mirada de Átropos enseguida lo menguaba y lo sujetaba, como a cualquiera, al poder de aquellos ojos grises que a todos doblegaban y todos temían. En cuanto a la madre, nunca se supo quién era la verdadera progenitora de aquellas tres hermanas, pues el padre había cohabitado simultáneamente con tres hembras recias, y las tres habían dado a luz triates, todas mujeres, el mismo día y a la misma hora. Cada una de esas niñas traía escrito su propio destino, pero Las Moiras eran infinitamente más poderosas que sus seis medias hermanas y que cualquier otra de las numerosas medias hermanas engendradas por el padre, y Átropos las superaba a todas. No en balde le había tocado, entre la vastedad de porvenires posibles, la responsabilidad de elegir el mecanismo de la muerte y terminar con la vida de los mortales, cortando con sus abominables tijeras la hebra de su existencia.(Continuará...)
[LCV Paréntesis25 13ago13]
domingo, 11 de agosto de 2013
REINO
En el juego de tronos y cruce de
espadas al que estamos destinados, no hay salida ni vuelta atrás. Hoy frente al
mar, a la sombra de las atalayas, reconocí su inevitabilidad, tan categórica e irrefutable
como la de los amaneceres y las puestas de sol. Pensaba en la forma en que, un
buen día, todo comenzó cuando me atravesé en tu camino sin suponer tu mirada
furtiva, sin saberme observada. Años después supe que alguien, un viejo marino
al que a veces escuchabas contar historias de borrascas y naufragios, te alertó
de mi presencia. “Ven a ver una sirena”, te dijo mientras yo, con mi mundo de
listas y letras rondándome la cabeza, entraba al edificio donde tú estrenabas
oficina y yo ya indagaba pasados a la manera de los primigenios griegos. “Mira
lo que viene caminando por ahí”. Y sabemos cómo son las sirenas cuando están
tan cerca y al mismo tiempo tan lejos de su elemento acuático: no se fijan en
nada. No tuve conciencia de estar pisando arenas movedizas ni de ir dejando un
rastro irrevocable. Caminé frente a dos lobos de mar, uno viejo, el otro joven,
sin imaginarme el desenlace ni las consecuencias que ese acto en apariencia
inocuo e irrelevante tendría en el futuro.
Luego debimos encontrarnos
frente a frente por primera vez en aquel espacio de arcos coronados y árboles
vetustos que contenía y encauzaba nuestras órbitas, propiciando el suave choque
ineludible. No tengo una memoria clara de las circunstancias precisas en las
que entraron en contacto nuestros ojos, pero tuvimos un intercambio fugaz de
palabras y energías, suficiente para darme cuenta de que habías lanzado una
apuesta a Eros y yo era el premio. Sonreí, de eso estoy segura, como sonreímos
las mujeres cuando nos sabemos deseadas. Sonreí y me alejé de ti con la
conciencia de mi cadencia acompañada de cerca por el aroma de tu piel. Me alejé
con tu añoranza siguiéndome y la certeza de que nuestro sucesivo encuentro no
sería fortuito, sino que, casi de tu mano, yo también lo propiciaría.
Cómplice y discípula de tus anhelos, te visité muchas veces en aquella oficina, sin clara conciencia pero intuyendo ser la protagonista de las fantasías que llenaban tus noches y que hoy me confiesas y yo comparto. Era un juego delicioso, divertido, en el que tu humor me arrancaba carcajadas y la respuesta inteligente que esperabas. Hacíamos planes imaginarios, pero siempre fuimos puntuales en las citas que, como el destino y la película, concertábamos en algún restaurante, a una hora y en una fecha improbable, a la que siempre acudíamos sin importar que hubieran pasado los años y que cada uno hubiese seguido su camino.
Al mismo tiempo, no estaba dispuesta,
en aquel entonces, a rendir la plaza. Ni entonces, ni después, ni siquiera al
cabo de tanto viaje por el mundo y por mi historia. Pero tú, como un rey
campeador que convoca a sus ejércitos y alza sus estandartes, te armaste de
paciencia, te abasteciste para una prolongada campaña, planeaste sabiamente el
emplazamiento de tus baluartes defensivos, aprestaste tus mejores estrategias
para ganar no una batalla sino la guerra, iniciaste un largo asedio tan lejano
e invisible como presente y constante, y te dispusiste a esperar, mientras yo
me convertía en la mujer que siempre quise ser.
¿Qué habría dicho el viejo
marino? Probablemente lo que tú ya percibías. Que las sirenas son escurridizas
y difíciles de capturar, que disfrazan con su canto sobrenatural el lugar donde
se esconden, que son testarudas y que guardan el secreto de las fantasías más
recónditas de los hombres. Esta sirena en particular
estaba destinada a tus besos. Valía la pena la espera.
Nuestra historia siguió su curso
inevitable y hoy transcurre en la intermitencia de la distancia y el reencuentro,
en la carne y en el sueño. Te busco y te descubro a mi lado y puedo fundirme en
tu espalda y dejar que me atrapen y me rodeen tus largos brazos y tus piernas
kilométricas, mientras clavas en el centro de mi deseo el fruto perfecto que
saboreo y me alimenta. Hoy, frente al mar, pensé en lo mucho que me gusta deleitarme
contigo en este país que hemos creado. Ser la soberana de un territorio
potente, magnífico y eterno, la reina a la que conquistas sin tregua, tu
princesa cautiva, la sirena que te seduce con su canto, la que tu risa posee y
tu voz enciende, la que enamoras con palabras y arrebatas con hábiles caricias y
destrezas de guerrero. En el juego de tronos y cruce de espadas donde tiene
lugar el amor, soy tu consorte y mi cuerpo es tu reino. [CrónicasAmbarluna54] (11ago13)
viernes, 2 de agosto de 2013
SONRÍO
Camino
por la calle, subo escaleras hasta la oficina, recorro los pasillos del
supermercado, me sumerjo en la cómoda oscuridad de una butaca del cine, lavo
los platos del desayuno… Mi día transcurre en apariencia sin sobresaltos y mis
noches son de plácido descanso, o así parece. Nadie adivinaría el torbellino
interno que desafía mi tranquilidad. En nada se aprecia el fuego que quema y
reproduce tus caricias en cada roce de la ropa con la piel. Sólo se vislumbra un
esquivo fantasma del amor en la tenue sonrisa de mis labios, porque sonrío sin
proponérmelo cada vez que pienso en ti, en mis fantasías hechas realidad, en
tus travesuras inesperadas. Cuando pienso en el Big Bang que inauguró este
universo, en el caos primigenio de estrellas, planetas y polvo cósmico, en los
orígenes de la vida en la tierra y en todas las cosas que tuvieron que
suceder y coincidir, retando cualquier cálculo de probabilidades, para que tú y
yo nos conociéramos y un poderoso lazo nos mantuviera unidos, sin nosotros
saberlo, a través de las décadas, hasta volver consciente el amor que ya
entonces nos dominaba y nos tatuaba de huellas indelebles; cuando lo pienso,
por unos segundos me invade la angustia ante tamaña secuencia concatenada,
improbable y aleatoria de causas y efectos. Luego regreso a la realidad del
aquí y el ahora y me asombro y digo “no es posible” y me doy cuenta de que sí
lo es, y sonrío. Sonríen mis labios al recordar nuestros juegos, que son de
manos y de palabras, de inteligencia y ternura, de un erotismo cada vez más
audaz y concordante. Sonrío porque dices rendirte ante mí, tu reina, cuando que
yo me veo y me siento un gorrión que come de tu mano. [CrónicasAmbarluna53] (2ago13)
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