miércoles, 14 de agosto de 2013

ÁTROPOS



La bella Átropos a veces prefería que la llamaran por su otro nombre, Aisa, más suave y pronunciable, menos temible y desconcertante. Todo dependía de su estado de ánimo; he ahí el riesgo. Era difícil saber de qué humor despertaría cada mañana, si había tenido un descanso reparador, si sus sueños habían sido apacibles, o bien, si no había pegado el ojo en toda la noche y no había tenido más que pesadillas. Pocos, en realidad, se atrevían a llamarla Aisa. Pocos se atrevían a llamarla. Punto. Sus dos hermanas menores así la invocaban cuando deseaban congraciarse con ella y pedirle temerosas algún privilegio, alguna prenda. El resto del tiempo, y en especial cuando realizaba sus labores, Átropos era Átropos, la inexorable, la inevitable, la inapelable.
Las tres hermanas - Átropos, Cloto y Láquesis - eran conocidas en aquella ciudad como Las Moiras, y eran costureras. Cloto sobresalía con el hilo y la aguja, en especial como hilandera, mientras que Láquesis era acertadísima al tomar las medidas. Pero el verdadero arte en la especialidad creativa de Las Moiras provenía de Átropos y su maestría en el uso de las tijeras. Sus “execrables tijeras” decían a sus espaldas las malas lenguas. De hecho, a sus espaldas, nunca jamás frente a ella, se decían muchas cosas. Secretamente la apodaban Morta, nombre que ella aborrecía al punto de entrar en un frenesí imparable con las tijeras, cortando a diestra y siniestra si llegaba a escucharlo, y ay de quien se cruzara por su camino en esos momentos. Otro de sus mudos apodos era Parca, que a ella le sonaba a puerca, sacándola también de sus casillas, pues si algo tenía Átropos era una obsesión rayana en la compulsión por la pulcritud.
Se decía que era una especie de bruja, y aunque ella jamás se habría descrito así, es verdad que tenía gustos un tanto insólitos. Por ejemplo, gustaba de cultivar plantas. Ciertas plantas. Más bien una sola planta: la solanácea de nombre Belladona, con sus frutitos de color negro cuajados de atropina, tan sedantes sus propiedades que, en manos inexpertas, eran en extremo peligrosos. Una sola noche al año (la noche del 30 de abril en nuestro calendario), Átropos hacía salir al espíritu de la Belladona, marchitando todas sus pequeñas flores violáceas y llenando el ambiente de un aroma agridulce que la gente, extrañada, tenía mucha dificultad de calificar de deleitable o de vomitivo, tan extremas eran las reacciones que provocaba. También tenía una mascota de nombre Manos de Piedra, que la acompañaba por doquier colgada de su cuello. No le importaba que se tratara de una serpiente venenosa ni que, con ella, sembrara el pánico a su alrededor. A Átropos, sobra decirlo, no le concernía el pánico de la gente.
El padre de Las Moiras era en extremo poderoso, mujeriego y jugador, habituado a cumplir sus caprichos y hacer gala de un carácter atronador, capaz de electrocutar con un movimiento de sus brazos a quien se le pusiera enfrente. No obstante, una mirada de Átropos enseguida lo menguaba y lo sujetaba, como a cualquiera, al poder de aquellos ojos grises que a todos doblegaban y todos temían. En cuanto a la madre, nunca se supo quién era la verdadera progenitora de aquellas tres hermanas, pues el padre había cohabitado simultáneamente con tres hembras recias, y las tres habían dado a luz triates, todas mujeres, el mismo día y a la misma hora. Cada una de esas niñas traía escrito su propio destino, pero Las Moiras eran infinitamente más poderosas que sus seis medias hermanas y que cualquier otra de las numerosas medias hermanas engendradas por el padre, y Átropos las superaba a todas. No en balde le había tocado, entre la vastedad de porvenires posibles, la responsabilidad de elegir el mecanismo de la muerte y terminar con la vida de los mortales, cortando con sus abominables tijeras la hebra de su existencia.(Continuará...)
[LCV Paréntesis25 13ago13]



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