viernes, 9 de noviembre de 2012

Siguiendo un capricho natural en nosotras, Perla y yo tomamos el Expreso de Oriente a Samarkanda, la Maracanda de Alejandro Magno, una de las ciudades más antiguas de la tierra, habitada al igual que Bukhara, capital de Uzbekistán, desde hace más de cinco mil años.
Samarkanda, la fortaleza pétrea, la urbe rocosa que no te permite olvidar su desértica naturaleza, su historia de comercio trashumante, de enclave artesanal, de centro astronómico medieval… Eso ansiábamos: recorrer los recovecos y encrucijadas de Samarkanda la Hermosa, andando sus callecitas y pasajes secretos.
Desde el tejado del hotel Balmini, propiedad de un inglés refugiado de tormentas y desencantos, divisamos un horizonte de dunas y huellas en la arena. Hemos viajado en camello hasta las afueras de la ciudad, donde sólo quedan las ruinas de un antiguo baluarte y el espejismo plateado que al atardecer trae nostalgias de caballerías mongoles y el recuerdo de un Marco Polo que describió el paisaje como magnífico.
Hemos estado en uno de los mercados principales y nos hemos hecho de joyería uzbekistaní. En nuestra agenda de compras, siguen los textiles. Perla insistió en su alfombra de Bukhara. Yo más bien me adentro en la esencia de la seda, en la imagen de una caravana en la ruta de la seda. Consulto antiguos catálogos, palpo texturas, admiro colores y diseños.
Después de visitar el Gur-e Amir, donde está enterrado Tamerlán, y de haber sido expulsadas con buenos modos de la mezquita de Bibi-Khanym, por ser yo mujer extranjera y Perla hembra persa, nos dirigimos a los recovecos del Registan, el barrio antiguo y punto estratégico de la ruta de la seda que va desde China al Mediterráneo. Fue ahí donde me topé con él, y en medio de un estruendo de gente diversa y lenguas incomprensibles, todo un pasado se hizo presente como si hubiese ocurrido ayer.
Nadie adivina lo que corre por mis venas: el deseo líquido en espera de tu voz. Puedo mantenerme ecuánime y seria la mayor parte del tiempo, pero en cualquier instante, te me vienes a la cabeza y sin quererlo, sonrío. Puedo guardar las apariencias y la compostura como si el acontecer dependiera de mí en un fatídico juego de naipes, pero no si tu eco resuena a coro con el viento y yo comienzo a imaginarte.
Entonces, el resplandor del dije de ambarluna me delata; me brillan los ojos, vuelvo a sonreír y me pierdo. Me gusta recordar aquellos encuentros nuestros, esporádicos y aventureros. Ahora comprendo, después de todo este tiempo, que fuiste parte de mis días como ahora te apropias de mis noches. Nunca quise que te alejaras. Has reaparecido, nos hemos encontrado una vez más y quiero seguir adivinando el toque de tus manos sabias y poderosas. Me he sentido muchas veces observada y deseada, acariciada por tu mirada. Ahora que lo confirmas, me tienes. [CrónicasAmbarluna27] (9nov12)

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