viernes, 2 de noviembre de 2012

“Café y ambarluna, una combinación explosiva por su potencia, por el goteo sensual y cálido de sabores misteriosos y secretos, por su facultad de poner a quien se atreva a mezclarlos, a danzar de insomnio y deseo al filo del bisturí…” Así, palabras más, palabras menos, me explicó una mujer a la que le decían shamana o damana – nunca me quedó claro por la extraña pronunciación de los lugareños. Traía un collar de abalorios del que pendía una figa de ambarluna y, por supuesto, fue lo que me atrajo a ella. Cuando me acerqué, su mirada también se posó en mi pecho, y cual diestra iniciada en estos misterios, se abstuvo de tocar mi dije pero comentó sobre su coloración púrpura-naranja, su brillo tornasol y su penetrante aroma. Luego, sin mayores preámbulos, me incitó a bebernos un café…
No es éste el lugar ni el momento de soliloquios históricos, pero resulta curioso que el café y el ambarluna llegaran juntos por vez primera a nuestro país un buen día de 1790. El barco cubano que traía el primer cargamento de los preciosos granos, así como nueve brotes de coníferas ambarlunares, ancló en un bullicioso puerto novohispano que recibió, sin percatarse de su potencial y sin mayores trámites, estos dones de la naturaleza. Sentadas frente al muelle y entre sorbo y sorbo del preciado brebaje, la damana me contó esa historia y me habló de la herencia aprendida de su madre, a su vez recibida de su abuela, y así por varias generaciones. Habló de los secretos ambarlunares, de los modos de cultivar aquella extraña conífera en las estribaciones del bosque de niebla, y de los métodos ocultos para cosechar su preciada resina. Inesperadamente, mirándome a los ojos, la damana quiso saber si había probado alguna vez una gota de quintaesencia ambarlunar mezclada en el café. Le dije que no. Me preguntó si me gustaría. Respondí que sí me atrevería.
Regresé a casa con su regalo: una botellita conteniendo una ínfima cantidad del raro líquido, con la advertencia de dosificarlo y la sugerencia de emplearlo sólo en ocasiones que ameritaran sus dádivas arcanas. Y qué mejor momento que hoy por la mañana, mientras observo cómo él prepara el café. Miro sus movimientos al abrir el contenedor de latón donde guarda el grano molido a su gusto; miro sus manos al manipular la cafetera y luego al servir el café en mi taza y en la suya. Dejo que su aroma, el de él y el de la pócima matutina, surtan el efecto deseado. Él lo bebe negro, solo, fuerte. Yo requiero de dulzura y suavidad cremosa. Recuerdo cuando nos conocimos, cómo sonrió mientras criticaba amablemente mi afición al té. “Cualquier infusión de hierbas, flores, frutos o raíces”, me dijo, “es impersonal y hasta tímida al lado del café; éste es contundente en su sabor, invasor y seductor en su aroma, potente en su color, incuestionable en sus efectos”. Casi sin sentirlo, me acostumbré a él y a su pócima, sin dejar mi gusto por el té. Y así, cuando preciso soledad e introspección silenciosa, escojo una infusión de hojas de té de la India, el bengalí Darjeeling de preferencia, o la fragante mezcla inventada por el conde Grey. Pero cuando requiero pasión y energía, el café a su manera es mi opción principal. Y cuando anhelo, como sucede esta mañana, emociones al borde del abismo voluptuoso, le agrego una gota de ambarluna, y me entrego al genio de su esencia, a su poder alquímico y alcaloide, a las sensaciones que tan atenta e irrevocablemente él me ha enseñado a propiciar. Entonces mis alas vuelan… [CrónicasAmbarluna26] (2nov12)

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