En el ritual del
vestuario hay distintos instantes según la prenda, la sensación que produce y
la imagen que evoca. En este momento, con movimientos deliberados, me pongo las
medias. Esas negras que le gustan; las que no requieren liguero sino que se
sostienen por el prodigio de un encaje bordado que ciñe mis muslos. Mientras las
deslizo con cuidado, fantaseo con el momento en que él me las quite. Sé que
primero me acariciará sobre ese efecto terso y resbaladizo, sobre el contraste
claroscuro del fino tejido contra mi piel, sobre el deseo que aflora en cada
uno de mis poros. Sé que luego me las quitará despacio, gozando cada centímetro
que se desnuda, cada pausa en el contacto de sus manos al recorrer mis piernas
y llegar hasta mis pies.
¿Adivinarán las yemas de sus dedos el perfume sutil
que me puse y que se mezcla con la fragancia ambarlunar? Me gusta pensar que sí,
que muy pronto, después de las medias, seré despojada del resto de las sedas y blondas
pensadas para su satisfacción y la mía. Soy pequeña, pero en sus manos y bajo
su cuerpo lo soy aún más: maleable, ligera, tornadiza, dispuesta y entregada. “¿Acaso
soy tu muñeca de trapo?”, le pregunto. La respuesta es su sonrisa y un diminutivo
que lo confirma: “Muñequita…” Y procede a atraerme, jalarme, subirme, bajarme,
tornarme, alejarme y atraerme de nuevo en una danza inventada por nosotros con
la maestría de nuestros besos y al son de nuestros antojos. Se nos va el tiempo
sin sentir, un tiempo que ya no es de viernes o de lunes o de martes. Un tiempo
que transgrede los días de la semana y compacta el transcurrir de los meses y
alarga la certeza del amor. [CrónicasAmbarluna49] (27abr13)
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