miércoles, 23 de mayo de 2012

Mi educación sentimental tiene lugar de madrugada. Dejando fuera los dogmas inamovibles de las religiones y el lento o rápido, según se vea, avance de la ciencia, que cuanto más conoce, más desconoce, todos los ámbitos de interés de los humanos están sujetos a escrutinio, interpretación y aprendizaje; nadie ha dicho la última palabra ni posee la última verdad. Siempre se está en posibilidades de indagar y experimentar, y acerca de cualquier cosa podemos ilustrarnos, cultivarnos y aprender. Y para educarse sentimentalmente, no hay como esas horas que ya no son noche ni todavía alba, las más propicias del duermevela, cuando los rastros del sueño y del insomnio se juegan la partida por mi cuerpo y sus procesos moleculares y biorrítmicos. Quizá ese estado alterado de la conciencia, al que llego por efectos del ambarluna, por los alcaloides que se desprenden de su resina y su intoxicante aroma a coníferas, sea el más fértil para el aprendizaje de los sentidos, libres en esos momentos en que se aproxima el crepúsculo matutino, de las cargas y distracciones de lo cotidiano y, sobre todo, del ruido incesante de la mente, sin obstáculos para que el cerebro se conecte sin cortapisas ni interrupciones a las terminaciones nerviosas de la piel y el sistema límbico dé rienda suelta a sus funciones al compás de reacciones químicas dopamínicas, cuyos efectos son la materia prima del aprendizaje sensorial; una educación que alerta mis sentidos y amplía mi léxico de vocablos, glifos y sonidos para describir la más concreta de las realidades. Cuando aquel viernes llegué a su casa y él me abrió la puerta, estaba ansiosa por poner en práctica la lección y ser evaluada por el maestro… [CrónicasAmbarluna2] (18may12)

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