domingo, 23 de septiembre de 2012
Los abroholos soplaban aquella noche sin descanso, violenta galerna que se metía por las calles retumbando en las paredes y en el chirriar de puertas, goznes y ventanas, dejando su humedad en cada esquina y en todas las sábanas. Nada que ver - ¿recuerdas? - con el Sharqi del desierto, perenemente silbante y polvoso, a veces frío y otras cálido, pero que igual nos hacía buscar refugio contra su roce.
Aquella casa de tus ancestros a donde habíamos ido a parar, no tenía remedio.
El viento se colaba por todas las rendijas ganando la partida y haciendo juego con nuestras emociones. Tú paseabas de un lado a otro, león enjaulado. Yo opté por acostarme y taparme con el pareo deslavado que a diario me acompañaba a la playa. Por fin detuviste tu loco andar y escogiste una música extraña que me ayudó a soltar el llanto y te atrajo hacia mi piel. Descansa, volcán, me dieron ganas de decirte, y tócame.
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