Hemos estudiado hasta el cansancio la armonía de los cuerpos
celestes. En la sala de las geografías cósmicas, compitiendo por el espacio con
globos terráqueos, brújulas, astrolabios e imágenes de mares, costas, derroteros
y mapamundi, los modelos estereoscópicos de los sistemas planetarios simulan a
la perfección la pulsión del universo, el ritmo de las constelaciones y la
tensión de las fuerzas gravitacionales que mantienen en sus órbitas a los
planetas, aunque bien sepamos que nuestra galaxia se dirige a velocidades
inverosímiles en trayectoria de colisión directa con Andrómeda.
La armonía y confluencia de nuestros cuerpos, por el contrario,
nos hace chocar una y otra vez. Nuestra danza cadenciosa no es otra cosa que la
feliz convergencia de tu piel contra mi piel. Y si es hasta ahora que lo
sabemos con certeza, no podemos dejar de reconocer que en el pasado remoto,
cuando nos conocimos, ya se veían las señales, ya me tenías en la mira. De
hecho, ya me tratabas como tu muñeca de trapo. En aquel entonces, debían transcurrir 364 días para que llegara
el momento del esperado ritual, cuando la armonía de los cuerpos no
precisamente celestes nos acercaba y alejaba al compás de una música estridente
y vertiginosa, convenientemente llamada “sacudirse y rodar”.
Ya desde entonces me fundías contra tu pecho y me aventabas al
vacío, del que tu brazo kilométrico y tu mano potente me salvaban, acercándome
de nuevo a ti para una vez más casi soltarme y volverme a jalar. Me sacudías y
me hacías rodar a tu antojo, seducidos ambos por esa música salvaje que hasta
hoy llevamos en la sangre.
Hace mucho que no bailamos así, como en aquella época, cuando
sacudirnos y rodar era el único permiso que nos dábamos, la única transgresión
que nos permitíamos concederle a nuestros cuerpos ansiosos y nostálgicos. Era
la forma de hacernos el amor, la oportunidad de ser tú mi hombre y yo tu mujer
en el espacio de unos minutos de arrebato, al ritmo desenfrenado de un par de
guitarras eléctricas, una batería y una voz desgarrada que llenaba el espacio y
nos lo daba todo.
Ahora hacemos lo
mismo envueltos en sábanas púrpura, o escondidos entre las plantas del jardín,
o encaramados sobre la barra de la cocina, al calor del Caribe o bajo la lluvia
invernal de la gran urbe. Me jalas, me revuelcas, me acunas en tus brazos, me
dejas ir sin soltarme nunca, enlazada como estoy a tu corazón y a cada poro de
tu piel, acariciada, húmeda y sudorosa, mientras el dije de ambarluna marca con
su alocado vaivén el ritmo de esta otra danza de los cuerpos en la cartografía
del amor. [CrónicasAmbarluna57] (29ene14).